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Tumba para mis flores

Las palabras crepitaron como una flor olvidada en un libro…
RS

“Hay gente que llega a Ciudad Juárez preguntándome si Rosario Sanmiguel existe”, me confió un amigo escritor chihuahuense, no sin celebrar la ocurrencia, pues si bien la comunidad literaria de esta región conoce y reconoce a la aludida, todos parecen haberse puesto de acuerdo para permitir que la leyenda se forje en torno a ella, la escritora escurridiza. Yo misma, aún a sabiendas de que Rosario Sanmiguel es una mujer de carne y hueso (la idea de su leyenda me hizo sonreír: los críticos de la ciudad de México tienden a nimbar a los autores fronterizos con un aura entre diabólica y mística), no albergaba una mínima esperanza de conocerla en mi reciente visita a esta ciudad, pero tuve suerte: Rosario Sanmiguel se materializó ante mis azorados ojos en una mujer de tez color durazno, encantadora sonrisa y mirada que, como la de sus protagonistas femeninas, parecía lejos de ahí. ¿Soñadora? No: fugaz. Su voz grave y baja, su hablar pausado, voz de maestra… porque ha sido la profesión de la escritora Rosario Sanmiguel durante muchos años: maestra universitaria, y su talante fusiona pasión y erudición… y una cierta rabia casi perceptible, ancestral… Lo cierto es que, tanto en lo personal como en su escritura, Rosario sabe desbordarse sin perder la compostura: “(…) vivía en una frontera existencial. A un paso de pertenecer, pero al mismo tiempo separado por una línea trazada por la historia.” (“El reflejo de la luna”, Callejón Sucre y otros relatos, Editorial Eón/ Colegio de la Frontera Norte/ UACJ/ Center of Latin American Studies, 2004, p. 110).
Frontera es la palabra más triste y opaca. Basta pronunciarla para evocar muros, barreras, patrullas, acoso, disparos, adioses, llantos. Quien escriba sobre fronteras difícilmente podrá sonreír, a menos que sea irónicamente. Solo así es posible confrontarla sin morir en el intento. Morir de tristeza, muerte del alma. Hablar de literatura de la frontera norte, por tanto, implica naufragar en la tragedia cenagosa de las ilusiones truncas. Y nadie la ha evocado con la sensibilidad y la hondura de Rosario Sanmiguel. No extrañe, por tanto, que su escritura sea como un grito ahogado con el propio puño. No es casual que los ánimos más sombríos hayan dado los frutos más jugosos en el terreno de la literatura, “Fui consciente del deseo que sentía por la literatura durante mi adolescente, digamos, a partir de los catorce años –me dice Rosario, sin dejar de sorprenderme con la textura de su cutis- Sin embargo, debido a ciertas presiones familiares, no me fue posible dedicarme a escribir sino hasta los veinte años, cuando me emancipé de la tutela familiar.” No obstante lo anterior, Rosario tiene bien presente el momento en que su padre le obsequió una enciclopedia para niños, contando ella diez años, y el impacto que le produjo al descubrir los relatos, las fabulas, los poemas y la Biblia, al grado de que tales lecturas la afectaron anímicamente y solo pensaba en leer, leer y leer, obsesivamente leer.
Nacida en Manuel Benavides, Chihuahua, el 22 de enero de 1954, la vena poética de esta devota de Proust, Joyce y Onetti alberga las vibras de montones de generaciones de inmigrantes, de trabajadores cuya identidad se ha deslavado en el constante cruce de ríos. En su prosa vibran gritos y esperanzas arrastrados por las aguas. Su genealogía personal y literaria se remonta a la época en que Ciudad Juárez respondía no a un nombre sino a un apodo: El Paso. La ciudad sin nombre. Ciudad Tránsito. Ciudad Sanmiguel. Habitada por los fantasmas de los que se han marchado pero también de los que, sin haberse marchado aún, viven ya del otro lado. Los personajes de Rosario están allí sin estar, sea porque se aferrado al pasado, caso de “Andrea”, protagonista de Árboles o apuntes de viaje; sea porque su mente y su espíritu han trascendido al Río Bravo, persiguiendo el Sueño Americano mientras el cuerpo permanece de este otro y aguarda, aguarda… como en varios de los cuentos de Callejón Sucre y otros relatos, cuyos personajes, aunque no sueñen con el río, están y no. Ese es su estado perenne: el destierro existencial. Y en esta atmósfera de fugacidad, coro multitudinario de miradas apuntando al norte, conciente o inconscientemente, se forjó la por hoy fantasmal Rosario Sanmiguel, la muchacha que acudía puntualmente a cuanto taller literario se abriera en la ciudad, sedienta tras el oasis; única mujer entre varones, expresando con voz clara y contenidos borbotones de entusiasmo su deseo de ser escritora. Rosario, sin embargo, duda en adjudicarse el calificativo de “escritora fronteriza”: “Nací en un pueblo fronterizo y he vivio buena parte de mi vida en una ciudad fronteriza. Eso me hace una persona de frontera. Luego, ¿es mi escritura fronteriza por esa circunstancia? Tal vez, no lo sé. Me interesa la escritura como un ejercicio de exploración del mundo, como la posibilidad de expresarme artísticamente. Reconozco que la mayoría de mis lectores ven en mí a una autora fronteriza, pero el espacio geográfico no forma parte de mis preocupaciones vitales.”
Callejón Sucre se publicó por primera vez en 1994 por Ediciones El Azar y CONACULTA. Entre sus atributos narrativos destacaría su deambular por los terrenos de la prosa poética como viejo lobo de mar y la incursión profunda en la psique de los personajes que la “salva”, por decirlo así, del preciosismo. Tenemos entonces que en la pluma de Rosario convergen la belleza y la sabiduría; que lo mismo impacta por la elaboración de un lenguaje personal que por la recreación de la atmósfera fronteriza que se proyecta en el ánimo de sus personajes, como sería el caso de Anamaría, la protagonista de “La otra habitación”, que llega a Ciudad Juárez a resolver un conflicto relacionado con la herencia de su difunto esposo, al que había abandonado por otra mujer y que la enfrentará con su familia política. Instalada en un hotel de medio pelo, la personaje se vuelve testigo involuntario de una historia de amor que se desarrolla del otro lado de la pared, al grado de familiarizarse con los amantes/personajes. Con sus gemidos y con sus voces. La voz femenina no tardará en materializarse en Cony, mujer/personaje, ideal/idealizada. El paisaje, como en la narrativa total de Rosario, juega un papel mucho más decisivo que el de ubicar espacialmente al lector: es un receptor de los humores y los conflictos en juego. Es el alma de los personajes: “(…) detrás del campanario del desierto el desierto devoraba una naranja en llamas (…) Los cholos buscaban sus guaridas cercanas a las vías del tren. Los indígenas recogían sus tendidos de yerbas y dulces. Los gringos cruzaban los puentes para beberse la noche. Los acantonados en Fort Bliss buscaban amoríos en el Callejón Sucre.” (p. 68).
Leyendo a Rosario Sanmiguel, pareciera que el acto de escribir, tanto como el de leer, son de suprema intimidad: como toda función corporal. Actos que exigen a la autora contraerse, retraerse… desaparecer. Escribir y leer como comer, como respirar, como defecar. Escribir y leer como verbos operativos, funcionales y descriptivos de un estado de ánimo. Así lo sugiere su talante al abordar estas actividades que se llevan a cabo en varios cuentos de Callejón Sucre, y son punto de partida, o por lo menos pretexto, en Árboles. La adolescente de “Paisaje en verano”, uno de los relatos más bellos que han caído en mis manos, sorprendente por la poesía que entresaca de la vulgar cotidianidad de una estudiante de secundaria federal que es, todo parece indicar, escritora en ciernes. No son los libros escritos por otros los que la hacen soñar, sino el propio, el que se perfila en su imaginación, del que ya puede leer con asombrosa nitidez como si lo hubiera escrito ya, lectora de su propio libro, rebosante de pasiones que todavía ignora que existen. Cecilia aguarda la primera regla, la menarca, de un momento a otro… la echa de menos, como si hubiera sido mujer en algún momento y supiera lo que es, porque, ¿cómo es que siendo una mujer sigo pareciendo niña?, y sin embargo, una continua labor de parto acapara su imaginario. Es evidente que Cecilia huye de una realidad, que es la misma para muchas muchachas no solo de la frontera, no solo de México, sino de toda América Latina, en la que la madre incinera en una estufa los pañuelos cubiertos de besos del esposo que la engaña. Como si quemando besos quemara su infidelidad. De hecho, Cecilia interactúa con sus padres de manera espectral: está y no, como todo en la narrativa de Rosario. Es visible pero nadie la ve. Solo cuando se hace presente en un lugar frecuentado por adultos, portando su uniforme de colegiala, atrae las miradas. Es alguien y no algo. Ella espera que la menarca confirme que ese cuerpo tan ajeno le pertenece de verdad, es suyo, suyo. Y mientras, su imaginación tiene un trabajo de parto: “El día era claro, demasiado claro. El sol incendiaba el follaje de los árboles, quemaba los techos de las casas a la orilla del camino. El aire caliente sofocaba las flores de los jardines. El celaje azul se desplegaba sobre una lengua de asfalto largo y gris que se perdía en el verdor de un plantío de algodón al fondo. En el centro de este paisaje de verano, montada en bicicleta, Cecilia se alejaba hasta convertirse en una mancha rojiza y vibrante.” (p. 86).
Anamaría no menciona al autor del poema que traduce para paliar su soledad. Cecilia no revela el nombre de los autores que la nutren en la intimidad de su cuarto, ni Andrea desvela la autoría del libro que la acompaña en su periplo por la frontera rural, El hermoso verano. El lector ha de intuir, ha de descifrar las lecturas que conforman los intelectos de las personajes. El hecho es que la literatura, particularmente la poesía, esté instalada en la frontera existencial de Rosario Sanmiguel, por la sencilla razón de que ella no concibe el mundo sin este elemento crepitante. Los libros, las palabras están ahí, como el río que deslava el miedo y los escrúpulos. Sus solitarios personajes, porque todos, aún la exitosa abogada, casada y embarazada de “El reflejo de la luna”, están solos, parecieran metáforas de la frontera misma, frontera de sí mismos con respecto al mundo exterior; seres insulares, más que independientes, que reniegan de su identidad, en este caso concreto, la familia… la madre en especial. Este es uno de los puntos en común entre Rosario y la que pareciera ser el reverso de la misma medalla: Rosina Conde, quien describe el mismo entorno de Rosario pero desde una posición irónica que hasta cierto punto la pone a salvo de la tragedia. La maternidad representada como yugo: madres que insisten en apoderarse de la persona de sus hijas, del cuerpo de sus hijas, de los deseos de sus hijas… del alma de sus hijas; hijas que escapan de la madre y de su propia maternidad (ambos elementos imperan en “La otra habitación” y en Árboles); relación que se presenta como imposible, tanto como la permanencia del sentimiento amoroso: “(…) El cuadro que tenía frente a ella, con sus burdas pinceladas reclamaban su atención. Lo miró fijamente (…) El color traía a su memoria la imagen del patio colmado de sol de la casa materna. El sueño. La sangre.” (“Un silencio muy largo”, p. 39).
Callejón Sucre se desarrolla en un ámbito urbano, poblado de seres con la mirada fija en los inalcanzables edificios de colores y el enorme cartel de cigarros Camel en inglés. La vida nocturna de Ciudad Juárez es detallada en toda su crudeza, su violencia de género y su sórdido spleen. En el relato que da nombre al libro, “Callejón Sucre”, el único protagonista varón, quien cuida devotamente de su mujer enferma y entubada, siente la irrefrenable necesidad de regresar al lugar donde la conoció. El lector descubre de golpe que el cuerpo asexuado entre sondas, sueros y drenes, fue una bailarina exótica. Los ámbitos recreados generosamente, amorosamente por Rosario, parecieran signados por un carácter efímero: hoy estás, mañana no. Todo acaba, como las flores que ennegrecen dentro de los libros: los lugares, los paisajes, las escenografías y las personas. Hoy haces el amor, mañana yaces en una tumba. La belleza, incluso, es un efecto del deseo, de una luz, de un parpadeo: “Morra conocía a muchas mujeres, unas más hermosas o más feas; algunas desaliñadas o perezosas; otras inteligentes o sagaces. Nada las hacía imperfectas. ¿Qué es la perfección, se preguntaba, si no la luminosidad del alma alcanzada en ciertos instantes de la vida? Ella era testigo de cómo, en ocasiones, en medio de la oscuridad aquellas mujeres llegaban a ese estado resplandeciente y fugaz.” (“Un silencio muy largo”, p. 41).
Producto de este mundo de luces y sombras, de niñas atentísimas al estado de su pantaleta, de indígenas bocabajeadas y sangrantes, de familias desmembradas a la orilla del río Bravo, Andrea se interna en su pasado rural en Árboles o apuntes de viaje (Puentelibre Editores, Col. La antesala del cocodrilo, Cd. Juárez, México, 2006), al parecer en busca de material para una novela, siempre acarreando una libreta de apuntes bajo el brazo y una novela para los ratos de ocio. Andrea, como las protagonistas de Callejón Sucre, es un ser dividido, solitario, privado. Es el silencio y el secreto de los demás personajes. Un secreto de familia férreamente guardado al interior de un libro, flor fosilizada. Va en busca de Amanda, la madre que ha huido de ella y a la que reencuentra varios años atrás, cuando la necesidad se ha vuelto curiosidad, convertida Amanda en una plantita que depende de alimentación artificial para sobrevivir. El ámbito rural de Malavid, frontera con Lajitas, le será familiar al lector de Callejón Sucre que ya ha descubierto la micro frontera que no divide un país de otro, sino a la miseria del turismo ramplón, “la punta del diablo”: “(…) En Malavid ya circula el rumor del cierre de la compañía minera, suceso que no ocurrirá antes del cincuenta y cuatro, cuando Malavid empieza a convertirse en un lugar desolado y nostálgico, cinco años después de que Amanda se fuga con el candilillero, uno antes de que regrese, en definitiva, a la casa de Galindo; tres años después de que Idalia y Greiner dejan el campamento minero; cuatro después de mi nacimiento, dieciséis antes de la muerte del candilillero y veintiséis del fallecimiento de Amanda (…) Un lindo paisaje, supongo que piensa, y observa el límpido manchón azul, más arriba el amarillo luminoso, y una pincelada ocre y roja en la franja inferior del paisaje (…)” (p. 79).
De esta novela nos dice el ensayista chihuahuense, alumno por cierto de Rosario, Francisco Serratos: “Según Salvador Elizondo, la literatura de Occidente no es más que la descripción del infierno, por lo cual nosotros estamos en un infierno al leer esta novela. No ante un infierno diferente, sino mejor dicho, visto diferente.” Árboles o apuntes de viaje, es una historia sobre la memoria y su decisiva función en la composición familiar. Aunque Rosario no centra la importancia de la novela en los aspectos crudos, es decir, en esos secretos que suelen legarse de una generación a otra, junto al silencio obligatorio que implican, estos brotan en el camino como las flores: el incesto entre hermanos; los enamoramientos inconvenientes, la fuga hasta ahora inexplicable de la madre, etcétera, y todos esos secretos que Andrea anota metódicamente en su cuaderno y la reflejan como un espejo, último eslabón en la cadena-condena de silencios, deambulando como fantasmas por los parajes agrestes que Rosario Sanmiguel misma trae en la mirada y en la sangre; mirada-sangre: “(…) Antes de cerrar el cuaderno escribí el primer apunte del viaje: del Big Bend a tierras ejidales, en una barca agujereada al mando de un niño, por un cuarto de dólar cruce al río Bravo (…) Imaginé los árboles añosos del prélago, que no lejos se mecían bajo la silente cartografía de las estrellas.”
Actualmente, Rosario trabaja en una novela histórica relacionada con sucesos importantes en la historia de Chihuahua, para lo cual renunció a su labor docente, “ahora realizo algunas actividades como free lance que me permiten tener algunos ingresos raquíticos. Por ahora es muy importante que cuente con el tiempo suficiente para la investigación...”