Este blog se actualiza quincenalmente

Electricidad enamorada

Llegué tarde a las letras porque escribía a escondidas...
AGB

La crítica mexicana ha sido injusta con Ana García Bergua. No porque ignoren sus libros o se les reciba sin entusiasmo, antes bien, desde el primero hasta el último han merecido toda suerte de elogios, comparándosele reiteradamente con Jorge Ibargüengoitia. ¿Por qué digo entonces que han sido injustos?, porque tratándose de una autora con tantos aciertos estilísticos, entre ellos un humor espontáneo, lleno de capciosa inocencia y sutilísima –como no queriendo- ironía, el detalle que más ha intrigado a sus críticos y críticas (complacidos los unos, indignadas las otras) ha sido su empeño por concederle las riendas de la narración a personajes varones, básicamente en sus dos primeras y más celebradas novelas, El umbral y Púrpura.
Y mientras la crítica, particularmente la ejercida por teóricas feministas, se devana los sesos tratando de averiguar si Ana preferiría ser escritor que escritora (misma encrucijada en que las sigue teniendo metidas Josefina Vicens), y los críticos varones, machistas, la felicitan por no ceder a la tentación de lo femenino (¡así de despistados!), lo cierto es que ella simplemente escribe, escribe y escribe. Y escribe lo que le da la gana. Y se le siente cómoda, en su elemento, pez en el agua.
Nacida en México el 8 de octubre de 1960, casada con el jazzista Guillermo Piastro y madre de dos niñas rubias, Ana es copia fiel de su prosa: fresca, discreta, un tanto o un mucho reservada, sin aspavientos y, no obstante, delirantemente graciosa, declarada enemiga de toda solemnidad, a pesar de que a simple vista pareciera llena de melancolía y hasta un poco angustiada. Más aún, me recuerda a Sibila, la electrizada heroína de Rosas negras (Plaza & Janés, 2004), joven viuda que tras su vulnerabilidad esconde un coraje extraordinario que la lleva a desafiar a la sociedad de su tiempo (el México de finales del siglo XIX) ejerciendo el muy masculino oficio de la carpintería, si bien, me temo, Ana se identificaría más con el protagonista homosexual de Púrpura, o el idealista Raúl Soulier que si bien presenta la cara patética del idealismo, como su creadora sabe exactamente lo que quiere, cómo lo quiere y no ceja en su empeño por conseguirlo... aunque a diferencia de Ana su forma de luchar no sean los ratitos robados a la vida doméstica y una pluma sigilosa pero en permanente actividad, sino la inmovilidad y la espera.
Escenográfa de profesión, Ana asegura haberse hecho escritora en 1985 porque necesitaba narrar la historia de su hermano, Jordi García Bergua, quien llegara a publicar una primera y única novela a los 21 años—Karpus Mintek, publicada por el Fondo de Cultura Económica—, poco antes de suicidarse. El umbral, travels and adventures (Era, 1993), que algunos han comparado con Harry Potter, aunque publicada mucho antes de la obra de JK Rowling, ha sido reiteradamente etiquetada como “novela fantástica” cuando en realidad se trata de la exploración del mundo interior de Julius, el protagonista, un muchachito poseído por una fabulosa esquizofrenia creadora. Con esta embriagadora novela que pide a gritos ser leída más de una vez y más de dos, Ana se hizo acreedora a una mención en el Premio Iberoamericano de Primeras Novelas en 1994, en Santiago de Chile. Se las ingenia desde entonces para dividir su tiempo entre quehaceres domésticos —es una ama de casa de las de antes, de las que disfrutan hacer postres, de las que teje suéteres para sus hijas… de ahí ese aire de lánguida picardía-; y esa exigente amante que es la escritura, misma que desde siempre asocia con el retiro, el silencio, la discreción.
Pero mientras El umbral deja constancia de una época más juvenil y desenfadada de una joven escritora deseosa de establecer (o recobrar) un puente metafísico entre ella y su hermano suicida, Púrpura (Era, 1999) es su más emblemática novela de la etapa de madurez y otro puente, en este caso, para entenderse con su padre, el prestigiado crítico de cine de origen español, Emilio García Riera (Ibiza, 1931-Guadalajara, 2002). En esta pone en juego su sentido del humor, característico, entre ingenuo y malicioso y que en su caso en particular van juntos, siempre juntos, así como su luminosa habilidad para montar atmósferas extravagantes sin recurrir a parafernalia, más o menos como en el teatro. En esta novela, ambientada en el México de los años cuarenta, Artemio, un joven provinciano, por ende ingenuo, viaja a la capital para trabajar con su primo Mauro, relacionado con el cine y con lo que el mundo del espectáculo implica: orgías, drogas, prostitución, etc. Ana confirma que se trata de un homenaje a su padre, quien durante la mayor parte de su vida estuvo inmerso en el ambiente aquí recreado. Narrada a manera de bildungsroman, Púrpura describe el proceso a través del cual este anodino joven de pelo engominado va descubriendo y desvelando su latente homosexualidad mientras gira inmerso en un alucinante baile de máscaras donde ninguno de los personajes es lo que dice ser.
Ana traslada esas mismas virtudes al cuento, género en el que, increíblemente, se desenvuelve con el mismo desparpajo que en la novela, y digo increíblemente porque no es común que un autor brinque de un género al otro con tal fortuna. En ese sentido su más reciente aventura es La confianza en los extraños (Debate, 2002) que, en el colmo de la muy cacareada irreverencia de los mexicanos ante la muerte nos presenta diez relatos donde, de un modo u otro, la calaca se impone. El primer cuento, “Los conservadores”, aborda una fijación necrófila que en manos menos experimentadas hubiera podido ser grotesca: una señora decide momificar a su esposo difunto y mantenerlo para siempre con ella. Nada parece estorbar sus planes hasta que su hermano, empleado de una funeraria y autor del proceso que mantiene “vivo” a su cuñado, encuentra a su media naranja, una maquillista cadáveres. La cosa se complica cuando el hermano presenta a la novia con su hermana y con su cuñado y aquella simpatiza en forma harto sospechosa con el muerto. Situaciones por el estilo se plantean en “El pandemonio de Hortensia”, donde un enamorado despechado se planta frente a la casa de la novia que lo ha abandonado para solazarse en la contemplación masoquista de sus escarceos con otro, hasta que empieza a apestar a muerto; o el banquete caníbal de “El banquete para el señor Balmand” y el asedio del que es víctima un escritor por parte del protagonista del cuento que lleva cinco años tratando de concluir, un hombre que necesita desesperadamente matar a su esposa, en el relato que da título al libro.
Ana extiende esa irreverente visión de la muerte hasta su novela Rosas negras, protagonizada por el fantasma de don Bernabé Góngora, que sufre un paro cardiaco en medio de una comilona en el restaurante más elegante de San Cipriano, Tonalato (mismo poblado ficticio del que es originario el protagonista de Púrpura) y verá transcurrir la vida desde un candil del mismo restaurante que parece estorbar su ascensión al cielo. Será después de muerto cuando Bernabé descubre que sus dos mejores amigos son unos interesados; que para colmo se disputarán a su viuda, Sibila, como a un botín; descubrirá también que su joven y bella esposa, de cuya sinceridad dudó tantas veces, le ama en forma incondicional, virtud muy difundida entre los personajes femeninos de Ana, esposas devotas de sus esposos, caso también de la Luisa de Isla de bobos. En medio de su desesperación por prevenirla contra los dos indeseables pretendientes que sólo quieren su fortuna, Bernabé elige a Ambrosio, joven y noble mesero, para hacerle llegar a Sibila su mensaje, lo cual se complica en vista de las escasas luces del muchacho y de que Bonifacio y Murillo, sus supuestos amigos quienes, aficionados al espiritismo, han detectado la presencia de Bernabé, se empeñan en estorbarle sus propósitos. “Me suicidaré, se dijo (Bernabé). Me apagaré de modo que nadie me podrá encender otra vez, ni el más hábil de los ingenieros, ni Dios mismo. Pero le daba miedo. La poca existencia que tenía ya le parecía una gran cosa, e incluso en su forma etérea había adquirido ciertas costumbres, como despertar con el olor del café y los habanos, escuchar la tertulia, dormitar en horas señaladas y practicar a encenderse y apagarse en grados.” (p. 141).
Sibila, por otra parte, dueña de una gran inteligencia instintiva, intuye de algún modo los afanes de Bernabé por contactarla, razón por la cual se niega a que cualquiera de los amigos de este la apoye en la administración de sus mueblerías. Pero los empleados se niegan en redondo a recibir órdenes de una mujer, ¡primero muertos de hambre!, y la dejan sola con el paquete, por lo que Sibila, terca como ella sola, se convertirá en la comidilla del pueblo al poner en práctica sus habilidades innatas como carpintera. Naturalmente, este rasgo común también a casi todas las protagonistas de Ana, mujeres emprendedoras y voluntariosas, ha pasado de noche a sus críticos y críticas. “A saber que le pasaba a aquella señora, que como todas las burguesas estará aquejada de histerismos y excentricidades (...)” (p. 102). Ana confiesa que la escritura de esta novela coincide con el agravamiento de su padre: “La incertidumbre me hizo concebir el espíritu suspendido en la lámpara. Me acuerdo que, cuando mi papá estaba muy mal, alguna vez le preguntamos qué disponía que se hiciera con sus restos. A él no le importaba en lo absoluto –su idea del cielo era la de un café donde se encontraría con sus amigos- y bromeó diciendo que pusieran sus cenizas en una urna etrusca. No puedo negar que el asunto me inquietaba, y quizá sí me sirvió escribir la novela para aceptar esa muerte.”
Sin quitar el dedo del renglón respecto a escribir desde el punto de vista masculino y ambientar sus historias en el México de la primera mitad del siglo XX, Ana nos entrega su acaso más arriesgada novela, que si bien parte de un hecho estrictamente documentado, es recreado desde su muy particular visión del mundo, que es una visión realista con ribetes fantásticos. Según explica la propia autora en la nota final de Isla de bobos (Seix Barral, Biblioteca Breve, 2007), tuvo acceso, gracias a su trabajo como asistente de Enrique Krauze en la editorial Clío, a unos documentos originales que brindaban los pormenores de los hechos ocurridos en la legendaria isla de Clipperton, donde un militar mexicano había sido enviado con la comisión de proteger esta parte del terreno nacional del asedio de los norteamericanos e ingleses, interesados en el fosfato de la caca de los pájaros bobos, que deseaban apoderársela. Dicho suceso había servido de tema para el reportaje novelado de la escritora colombiana Laura Restrepo, La isla de la pasión, pero Ana, al retomarlo, le da un tratamiento totalmente distinto, lleno de irreverente encanto, empezando por renombrar a sus personajes, que es una forma de reinventarlos. La realidad, según nos la pinta Ana en Isla de bobos, cuyo título alude a las peculiares aves que contribuyeron a paliar el hambre de los náufragos, pero parecería aludir también a sus protagonistas, Raúl y Luisa, bobos, idealistas, patéticos y, no obstante, conmovedores e inolvidables, no era para nada un lugar digno de defendérsele, en primer lugar porque no existía nadie interesado en arrebatarle a México aquella piedra, “un atolón”, bordeada por un mar alebrestado, feroz, se dice, como “un cancerbero, un animal que cuida que no se les ocurra escapar”, plegado de peces venenosos y tiburones holgazaneando por las orillas. Parte del aspecto más morboso del asunto: el hecho de que el único varón sobreviviente, un negro, haya sido asesinado a martillazos por una de las mujeres y que todo cuanto se rescató de la llamada isla K hayan sido damas, sirvientas y niños muertos de hambre. El negro y los lugares comunes que suelen acompañar los relatos sobre hombres de esta raza, “lo del negro, siempre lo del negro”, despiertan el morbo de escritores y periodistas que proceden a asediar a las flacas y enfermas mujeres rescatadas de K., entre quienes destaca Luisa Soulier, viuda de aquel a quien al parecer solo ella, la viuda, considera un héroe. Como bien dice Raúl Soulier, quien narra parte de la historia, “Cuando alguien tiene miedo, despierta en los otros la crueldad”, y esta es una historia de crueldad extraordinaria, desde varios flancos, que Ana García Bergua se permite narrarnos con ese humor insólito, tan suyo, que festina la desgracia ajena sin quitarle un ápice de su naturaleza trágica: “(…) Después todos nos sentimos mal por haber muerto a un pájaro inocente, hasta que lo probamos asado. No sabía tan mal. No sabía a pollo, pero se podía comer (…)” (p. 232)
Raúl, como cualquier otro personaje varón de Ana, es un romántico incorregible que sueña alcanzar status de lo que sea. Esta harto, por lo pronto, de sus meticulosas tareas como farmacéutico y se le hace fácil alistarse en el ejército, en primer lugar, para demostrar que aunque hijo de francés, es todo un mexicano dispuesto a morir por la patria. Pero no tardará en experimentar los rigores del hastío y del cansancio, particularmente después de que su juventud y guapura le asegura un sitio de honor en la habitación de una guapa señora que cuida de él como una mascota consentida. Esto le cuesta ser boletinado como desertor del ejército, aunque, romántico y voluntarioso como es, Raúl no tardará en asimilar el reto y lucir el uniforme con la gallardía propia de los humillados. En medio de su incesante búsqueda de novia, caerá en los brazos de una bella jovencita llamada Luisa, devoradora de novelas rosa, para quién él se transforma en su príncipe azul… pero la unión parece destinada a no fructificar, pues justo en el nivel máximo del romance, Raúl es comisionado a cuidar de la isla de K. Lo anterior solo puede significar que tendrá que renunciar a los brazos de la hermosa de dieciséis años…. ni se imagina Raúl que su alma gemela lo equipara en idealismo, en romanticismo y en terquedad, que está dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo… y eso incluye la infernal K. Y si bien el hormonal alboroto propio de los recién casados les ayuda a paliar los padeceres y deficiencias de su entorno, cosas como infecciones, parásitos y encías sangrantes, el Paraíso no tardará en mostrarse ante la desesperada pareja tal cual es: “(…) El paraíso se le está empezando a caer a pedazos. El paraíso enferma a la gente con cosas de gravedad. A veces no quisiera regresar al paraíso.” (p. 184).
La fidelidad de ambos resulta tan patética como conmovedora (la fidelidad de él a ese cuerpo etéreo, invocado a diario, llamado Patria; la de ella a su príncipe azul), la historia pudiera ser la metáfora de todo enamoramiento juvenil que culmina en un chorro helado de realidad, como lo es de hecho en la novelística de Ana García Bergua donde los desesperados amores de juventud suelen ser interrumpidos. La situación límite coloca a las mujeres de K. en el punto exacto para ser víctimas o heroínas, y gracias a la desesperación de una de ellas, de nombre Martina, que se decide a hacerla un poco de Judith contra el negro que se ha apoderado de ellas y de sus hijos e hijas tras zozobrar los demás varones en su intento por atraer ayuda, pareciera que eligen lo segundo, aunque la sociedad misma, “la civilización”, se empeñe en victimizarlas y denigrarlas, “(…) La ciudad de México las recibe, ya sin pompa ni espectáculo ni gloria de náufragas, y ellas se adentran con los niños en una multitud que todo lo traga pero no mata, como el mar.” (p. 127).
El personaje de Luisa se salva del patetismo gracias a su dignidad y a su propósito de salir adelante sola, aunque este sea dictado más por un sentido del deber para con su religión y su marido muerto, desdeñando, incluso, una ventajosa propuesta matrimonial de un acaudalado caballero norteamericano que la hubiera rescatado de la miseria a ella y a sus cinco hijos. Con estos personajes, en concreto con esta novela tan hilarante como inteligente, Ana García Bergua refuerza su sitio de honor como minuciosa observadora de un sistema del que solo requiere recrear situaciones muy particulares, desde una muy afilada postura, para transmitir su visión crítica de la cultura y la política de las que exitosamente extrae y amalgama todo lo ridículo y todo lo que duele.


Paisaje de Clipperton o la isla K de Isla de Bobos